domingo, 28 de febrero de 2016

DECADENCIA A LA ITALIANA




En 1992, la Primera República Italiana, aquella que, fruto de un consenso general, redactara en 1946 una de las mejores Cartas Constituyentes de Europa, estallaba por los aires. Los motivos fueron muchos, entre ellos, la pérdida de identidad del PCI, fruto de la Caída del Muro, pero sobre todo la corrupción generalizada que unía en una misma e intrincada maraña delictiva a los políticos, los grandes empresarios y, por supuesto, a la Mafia.
               En un proceso bautizado Mani Pulite (cuya traducción española, Manos Limpias, dio lugar irónicamente a un pseudo-sindicato de corte ultraderechista), el juez Antonio di Pietro llegó hasta la cúpula del PSI, que en breve tiempo se disolvió; de hecho, Bettino Craxi, el todopoderoso y nada socialista Primer Ministro y Presidente del desahuciado partido, tuvo que huir de la justicia refugiándose en Túnez, donde murió en el año 2000. El otro gran capo de la política italiana, el demócrata cristiano Giulio Andreotti, lider de la también disuelta DC, siete veces primer ministro, varias veces procesado y siempre absuelto, mucho más inteligente y peligroso, llamado por igual Il Divo y Belcebú, se convirtió en el símbolo de de esa endogamia tenebrosa que parecía acabarse en 1992.
               Por desgracia, el paso a la Segunda República, en un país con el orgullo seriamente herido, se dio en falso y tampoco trajo consigo una nueva Carta Magna, lo que hizo posible que nuevos esperpentos, productos ya de la decadencia, como Silvio Berlusconi, ocuparan la indiferencia y el desencanto generalizado
               He llegado a la convicción de que la única salvación para la seria crisis institucional que atraviesa nuestro país es seguir el camino de Italia en 1992 hasta sus últimas consecuencias, es decir, la proclamación de una nueva Constitución totalmente reformada y la liquidación del Régimen de 1978.
               Ese camino no se culminó en el país hermano. Italia ha conseguido, a pesar de todo, seguir subsistiendo, renqueando, con una Constitución de hace setenta años con leves retoques; España no puede permitirse ese lujo con el cadáver de 1978. Me temo también que, cojeando y sufriendo mucho más que Italia, seguiremos arrastrando el régimen caduco, porque la decadencia es tan larga como la digestión de los buitres y las anacondas. Los dos países, al parecer, siguen sendas comunes, como sugiere Stefano Gatto en su Libro España e italia ¿destinos paralelos? (puede consultarse la versión e-book aquí), para lo bueno y para lo malo, porque es cierto que nuestros mejores logros en el siglo XV y XVI se hicieron mirando de reojo el humanismo y el arte desarrollados entonces en la península hermana.
                 No puedo evitar en este punto relacionar los distintos procesos judiciales de nuestro país con los clásicos históricos de los italianos, aquellas redadas enormes con Falcone y Borsellino, los jueces estrella, los héroes masacrados. Ni puedo dejar de comparar la faz regordeta de Craxi con los mofletes hinchados de Felipe González, o los rasgos impasibles, hieráticos, del cínico congelado que fue Andreotti con los labios inmóviles de José María Aznar o los melifluos y flotantes de Mariano Rajoy. Todos surgen de un mismo tronco y buscan el mismo fin.
                Italia luchó por su dignidad hasta donde pudo, creyeron en la importancia del momento, tres partidos enteros cayeron fulminados por los procesos judiciales (menos numerosos, hay que decirlo, que los que actualmente se siguen en España), pero en nuestro país el pueblo sigue votando y sosteniendo incomprensiblemente a los mismos capos. Como ejemplo, apenas conozco una poesía, proclama, canción o declaración intelectual tan desgarradora como este tema del italiano Franco Battiato, Povera Patria (aquí en una versión en castellano), un canto a un país sumido en el fango. Es cierto que aquí no ha salpicado la sangre de la Mafia, pero a cambio nos queda la pobreza, el asco y la vergüenza.
               Acabo volviendo, con este ensayo de paralelismos -en estos días de bufones y sainetes de feria en el que nuestros políticos asumen el papel de vendedores ambulantes, pensando ya en las fiestas del pueblo de al lado-, a un final de cine que nos lleva a otro tiempo (hace casi dos mil años) pero al mismo espacio, de nuevo Italia. Se trata de un ambicioso y muy copiado peplum de 1964, La caída del Imperio Romano, de Anthony Mann, ambientado en el desastroso reinado del emperador Comodo.
               Hacia el final de la película, un héroe inventado, Cayo Metelo Livio, tras matar en duelo a Comodo, rehúsa ocupar el trono ofrecido por los patricios y se aleja. Los soldados proceden entonces, en una especie de ring levantado justo en medio del foro, para deleite de masas, a la subasta del trono, y la suma empieza a aumentar: 200.000 sextercios, no; 500.000 sextercios, no; 1.000.000 de sextercios, no...
               ¡Povera Espagna!