domingo, 25 de enero de 2015

LA DERROTA DE LA ILUSTRACIÓN


Una casual coincidencia ha hecho que, en español, las palabras Ilustración, que define el movimiento cultural, político y social iniciado en Europa en el siglo XVIII e ilustración, dibujo destinado a la publicación en libro o en revista, sean homónimas. Si rastreamos el resto de idiomas de los países donde esta suerte de revolución llamada también Siglo de las Luces, nos damos cuenta de que tal coincidencia no se repite (así Lumières, en Francia, Aufklärung en Alemania, Enlightement en Gran Bretaña e Illuminismo en Italia). Resulta paradójico, porque, como dice Josep Fontana, en España realmente no hubo Ilustración, y ese es precisamente uno de los grandes obstáculos que este país ha tenido hasta el día de hoy a la hora de un desarrollo paralelo al de otros estados europeos. Salvo las casi milagrosas generaciones del 98, del 14 y del 27, (fenómeno cultural, no lo olvidemos, único en la Europa de su tiempo por su extensión), segadas las tres brutalmente tras la Guerra Civil, ningún otro evento mayor en materia cultural se ha desarrollado en nuestro suelo. Ni siquiera en los últimos tiempos, los de una supuesta madurez de la democracia española. Muy al contrario, lo que debería ser de forma natural un hormiguero de poetas, ensayistas, polígrafos, investigadores, filósofos, científicos e intelectuales comprometidos, se ha convertido en un erial donde, salvo unos pocos incombustibles en sectores de las facultades de Ciencias Políticas y de Económicas, el resto de los rescoldos de nuestra cultura calla, cobra la magra paga de la Universidad o directamente se marcha aburrido. Es muy triste, por ejemplo, que las únicas manifestaciones organizadas de rechazo de este homicidio de la cultura que se está dando en los últimos años vengan exclusivamente del cine, como si ningún otro sector permaneciera vivo mediáticamente.
No así la ilustración. Los grandes dibujantes humorísticos y los de una ilustración más reflexiva parecen llevar el pulso de la reacción cultural o este amasijo de cadáveres intelectuales en que se convierte por momentos nuestro país. Sólo con citar El Roto o Forges ya sabrán a qué me refiero, pero son tantos y tan variados que renuncio a nombrarlos. A un servidor le gusta especialmente Miguel Brieva. Cada lector que escoja el suyo. Creo que ilustración es el término adecuado para estos viñetistas, dibujantes, humoristas, o tantas otras palabras con que se les define.
Así pues, haciendo el juego malabar, en España, donde la Ilustración fracasó, nos salva la ilustración.
Los salvajes atentados perpetrados en París en la sede de la revista satírica Charlie Hebdo han demostrado una vez más que el humor y la sátira, como la ironía, son formas privilegiadas de conocimiento; que el ataque venga precisamente de uno de los integrismos más acerados del mundo, el llamado Yihadista, refuerza esta idea. Porque cualquier integrismo –oscurantismo- tiene como enemigo la crítica, la iluminación, el conocimiento. En Francia, no sólo la revista satírica mantiene una de las antorchas de la Ilustración, que es la agitación de las ideas, también existen programas estrella en televisión conducidos por filósofos de fama como Bernard Henri-Levy, al igual que ocurre en Alemania con Rüdiger Safranski o Peter Stoderlijk. La figura del maître à penser francés no ha cuajado en nuestro país más allá de raras excepciones. Nada de eso existe en España. Y no ocurre en gran parte por culpa de otro de los grandes integrismos, el de cierto catolicismo español que, liderado por una jerarquía monolítica, abortó con mano dura las ideas revolucionarias surgidas en Francia y que incluso siglo y medio después apoyó decididamente un régimen oscuro, pacato, cruel, despiadado y letal que a partir de 1936 desarboló las pocas posibilidades que entonces tenía España de convertirse en un país civilizado.
La Ilustración está en crisis, y no es una casualidad, porque en las últimas décadas ha venido a unirse al grupo otro de los integrismos más nocivos: el integrismo neoliberal, que pone por encima de todo, incluida la vida humana, el puro beneficio económico, y más que el económico productivo, el económico especulativo financiero. Las grandes palabras escritas en la Carta de los Derechos Humanos son tinta corrida e inútil ante los mandatos del FMI o de las grandes corporaciones. Los yihadistas que actuaron en París centraron sus ataques en uno de los pocos bastiones visibles que quedan de la vieja Ilustración, un grupo de viñetistas, pero también, sin quizá saberlo, buscaban atentar contra ese nuevo integrismo neoliberal, enemigo a su vez de las Ideas de las Luces, que propugna  y defiende descaradamente un mundo de desigualdades abismales en la falacia de que no es necesaria regulación alguna ante la avaricia de los que lo tienen ya todo.
Pero la verdadera derrota de la Ilustración estriba precisamente en que los países occidentales han reaccionado a los atentados con medidas represoras que acrecientan la separación entre los dos mundos enfrentados. Aunque gestada desde meses antes, el gobierno español ha intentado colocar como una medida justificada el endurecimiento, innecesario a todas luces, del código penal con la introducción de la cadena perpetua, entre otras medidas represoras que sólo buscan la perpetuación en el poder. Otros países planean medidas que atentan directamente contra las libertades del individuo utilizando como excusa el miedo a la pérdida de seguridad. Ya en 2004, en el foro de diálogo Globalidad, identidad, diversidad, Josep Fontana recordaba que la mejor arma contra los integrismos es la Ilustración. Y vuelve a estar de moda el Tratado sobre la Tolerancia de Voltaire, que nos recuerda: “…si la Ilustración no vence a los fanatismos, los fanatismos harán imposible la convivencia humana”.

No creo que yihadistas y gobiernos hagan caso a Fontana o a Voltaire, así pues: sólo los ilustradores podrán salvar a la Ilustración.

domingo, 4 de enero de 2015

LAS UVAS DE LA CORRUPCIÓN


Desde que el pequeño Lázaro fuera sorprendido engañando al astuto ciego en El Lazarillo de Tormes, la vid se ha asociado no pocas veces con acontecimientos o sentimientos negativos. Tomando a Esopo como ejemplo, el siglo XVIII actualizó la fábula moral de La zorra y las uvas en la que la parra, símbolo de la riqueza inalcanzable, ofrece de manera esquiva el fruto al animal. Y en el siglo XX, John Steinbeck publicaría Las uvas de la Ira, ese retrato tremendo de la Gran depresión en Norteamérica.  Este año, la metáfora positiva del sagrado fruto mediterráneo, las famosas uvas de la suerte de fin de año, se ha visto manchada por la polémica. Desde el invisible conjunto de Cristina Pedroche (que al fin y al cabo no es más que un paso más en ese absurdo de mujeres semidesnudas y hombres con capa propio de estas frías noches navideñas) hasta la irrupción de los comerciales en plenas campanadas en el Canal Sur andaluz (publicidad sobre publicidad que al fin y al cabo es coherente con el espíritu de la celebración televisiva) las campanadas han sido más comidilla de memes que tradición secular.
Con ánimo honesto de ser coherente con los tiempos, añadiré yo mi propia alegoría vitícola de Año Nuevo.
Realizando la liturgia de la compra un par de días antes de fin de año rondaba por la sección de frutería de un mercado cuando observé a un cliente picotear en las uvas blancas, uno o dos granos por cada racimo. Iba recorriendo el señor todo el mostrador, acumulando un buen puñado de granos sueltos, con los que jugó un momento tirándolos al aire antes de tragarlos. El supuesto cliente se enseñaba con afán chulesco ante el resto de los presentes que miraban distraídos hacia otro lado. Ya en charcutería le comenté el lance a la tendera y a alguna clienta aburrida. Las típicas expresiones propias de estos momentos no se hicieron esperar, hasta que la tendera dijo algo que me hizo reflexionar. Se lamentaba la empleada de que el infractor al menos podría haber cogido un trozo de racimo entero y no haber inutilizado varios por puro capricho. Evidentemente, el comentario no ignoraba que el propósito del devastador de uvas aficionado no era en modo alguno saciar el hambre o la gula, sino simplemente fastidiar el producto, hacerlo inservible mediante su menudeo. De hecho, es posible que varios de los granos acabaran dispersos por el suelo de puro hartazgo, habida cuenta del buen manojo que coleccionara el sujeto en el hueco de la mano. Recomendé a una clienta que no comprara en este lado del mostrador de frutas, sino en el opuesto, que previsiblemente no había sufrido el ataque. Tonto error; mi propio racimo, comprado lejos de la que yo imaginaba única zona de operaciones, también presentaba los signos del picoteo.
Dos días después,  he de confesar que uno de mis pensamientos durante las campanadas se fue sin merecerlo al cliente aquel  del mercado, así que ya puestos le dedico este artículo.

Pensé, mientras caían granos y campanadas, que la corrupción y sus cómplices trabajan de la misma forma que este saboteador de uvas. Primero, estropeando todos los niveles, todos los racimos de la sociedad, de las instituciones. Apenas se roba un grano, ya la estructura está malograda. Segundo, la acción del corrupto es por ambición de riquezas, sí, pero no por necesidad, por falta de recursos, sino por puro vicio, ambición gratuita, por demostrar a sus iguales que puede y quiere hacerlo, por el más apestoso de los cinismos, aquel que daña a conciencia y disfruta del momento. Tercero, el corrupto se sabe impune y tienta a la sociedad, exhibe sus caros caprichos, como aquel cliente que hacía volar los granos, vanagloriándose de su habilidad para burlar la justicia y tratando implícitamente a los ciudadanos honrados como a estúpidos incapaces. Cuarto, los observadores más cercanos callan, considerando, o bien que es algo inherente a la sociedad y no se puede luchar contra el mal, o bien, aceptando que tarde o temprano también llegará su momento de meter la mano en el cesto. Quinto, los poderes actúan, en el mejor de los casos, como la tendera de la charcutería: llévate la tajada, pero no estropees todo el género, no invadas las instituciones que protegen a los ciudadanos, no corrompas la justicia, no desfalques la caja de la sanidad o de los servicios sociales –le dicen al corrupto. En el peor de los casos, le dejan actuar en su terreno a la espera de las prebendas correspondientes. Pero no saben o no quieren saber cómo piensa realmente el corrupto. Al igual que el cliente de nuestra metáfora, el corrupto se plantea un reto, necesita demostrar que puede hacer el mayor daño posible a las instituciones en la que no cree, precisamente por eso, porque su cinismo hace que deteste lo que no puede saborear plenamente. El corrupto es pues, un nihilista, un hombre vacío, sin valores, un ser humano seco. Los caprichos vanos, los lujos opulentos y decadentes, las actitudes chulescas, son la forma de llenar esa nevera que es el interior del corrupto. La intención de los poderes de que el corrupto robe haciendo el menor daño posible es ingenua, cómoda y cobarde, o bien directamente delictiva, y es la que legitima a ese corrupto para robar de forma más perversa. Todos los imputados que aparecen en los medios, si bien se examina…, como diría el moralista a la par que libertino Samaniego; cumplen este retrato: Sonia Castedo, Carlos Fabra, Iñaki Urdangarín y CIA, los prebostes de Marbella, y tantos otros que han picado en uvas pasadas de nuestra democracia estropeándonos a todos el futuro y la esperanza.