lunes, 8 de diciembre de 2014

EL BRILLO DE LA BASURA


I
Hace unos días fui testigo de una escena elocuente junto al portal de mi casa. Anochecía y, como vecino cumplidor que soy, había esperado para desprenderme de mi correspondiente porción de basura ciudadana, por cuya gestión pago unos justos impuestos, a la estrecha franja horaria que mi Ayuntamiento impone para depositarla en el contenedor (en mi caso de 20.00 h a 21.00 h). Tenía prisa, pues eran casi las nueve y ya había caído más de una multa en el vecindario por falta de puntualidad. El camión, coprófago insaciable, me dedicaba sus luces desde el final de la calle. Aceleré, pues llevaba también una bolsa de cascos de vidrio.
   Al llegar al contenedor, dos  de esos traperos del aluminio que suelen revisar nuestros restos diarios discutían por una bolsa hinchada. En los contenedores de reciclaje del otro lado de la avenida no se recogen plásticos ni latas, así que yo suelo dejar una pequeña bolsa de latas para los traperos. Esta vez la dejé colgada con disimulo en el contenedor más alejado, pero ellos la vieron. Mientras me alejaba, pude comprobar con estupor como luchaban por ella. Tras mis pasos, las voces de la discusión eran cubiertas, aminoradas, por el ruido de los vehículos que cruzaban la avenida. Vi, desde lejos, que seguían forcejeando cuando llegaba hasta ellos el camión. Yo ya estaba al otro lado de la avenida, allí donde, en un terraplén inculto, se encuentra el punto de reciclaje de mi manzana. Deposité el vidrio y caminé unos pasos, las luces de los faros de los coches me desvelaron un diminuto brillo cobrizo. Me agaché, era una moneda de un céntimo, impecable y lustrosa, como recién salida de fábrica, salvo por un detalle: contrastando con la pureza del metal se observaban dos motas de mugre negra contorneadas alrededor de un nítido y sucio relieve. Es justo la puede contemplar el lector al principio del artículo. Cogí la moneda y me la eché al bolsillo; no están los tiempos para desperdiciar, pensé, pero también me resultó evidente que ese pequeño trozo de cobre simbolizaba una más de las insalvables paradojas de nuestro tiempo.
II
La transparencia se ha convertido en uno de los temas icónicos de la época actual.  No solamente porque pertenecemos a una sociedad transparente y narcisista, la llamada Sociedad del Espectáculo, sino porque la inevitable crisis del capitalismo de fase avanzada que devora a sus ciudadanos ha hecho que la opacidad a la que tiende el estado sea ya imperdonable. Exigimos la máxima transparencia a nuestros políticos y ciudadanos más poderosos, mientras ellos se enrocan en una posición de ocultamiento. Pero la transparencia hoy es otro simulacro, es problemática. Richard Sennet ya lo pronosticaba en los años setenta en su obra capital La caída del hombre público. Vivimos sumergidos en un magma de transparencia y aislamiento a partes iguales. Los edificios se llenan de amplias terrazas que enseguida son selladas con gruesos cristales; viajamos en vehículos-burbuja que dejan ver brillantes carrocerías junto a cristales ahumados; los medios de masas nos ofrecen  rutilantes titulares que ocultan las noticias que nadie quiere que conozcamos. De vez en cuando aparecen destellos fugaces, como las lágrimas, benditas y celestiales gotas de agua en directo, de la presentadora María Casado.
   Pero la basura es diferente. Procuramos ocultarla, pero lo dice todo de nosotros. Cualquiera que haya visitado un vertedero –los ilegales son los más suculentos- notará que los residuos son el espejo de nuestros rostros, el más fiel retrato. Por eso los ocultamos. Como en otras ocasiones, la mafia entendió que la importancia de la basura iba más allá de la lógica higiene y se fijaron en la necesidad perentoria de ocultarla que todos tenemos. Llenó los campos de la Campania de zulos de excrementos y desechos que hoy arruinan aquellos campos, como bien relató Roberto Saviano en Gomorra. Ocultó la imagen, magnificó los efectos. La basura, junto a la droga y el tráfico de armas son nuestros más fieles daimon, nuestros reflejos más certeros, como ya sugerí en el artículo Bin Laden y los escenarios. El brillo, la rutilancia de la basura nos envuelve; es, si cabe, el más visible, el más transparente de nuestros productos. Por eso, al ver en el suelo aquella pequeña moneda comprendí que ese trozo de valor de cambio que alguien, como un residuo, quizá había despreciado ligaba en sí mismo todas las piezas del puzle. Dinero y basura, transparencia y corrupción. Porque, efectivamente, el valor desmesurado que de pronto ha cobrado algo tan ambiguo y esquivo, incluso tan opaco en nuestro tiempo,  como la pura transparencia lo obtiene precisamente por contraste con la corrupción, sinónimo de lo oculto y lo aparte, como la misma basura. Transparencia y basura parecen darse la mano y al mismo tiempo rechazarse, como las caras de una misma moneda. Los movimientos ciudadanos que abogan por la transparencia en las arcas del estado deberían afinar sus términos, deberían hablar de limpieza.

   La prueba definitiva  de que muy al contrario de lo que pensamos, la basura es el más presente de nuestros rostros se encuentra en esa moneda; hoy por hoy no son pocos los municipios que unen la gestión de la basura, su desaparición y reciclaje como servicio de higiene pública, al brillo ciego del dinero, sacrificando los derechos del ciudadano a un buen servicio en favor de los cantos corruptos del metal cobrizo. Basura, dinero y corrupción se dan la mano hoy aquí, como en las tierras de Campania, y ese es un hecho transparente. Dejo caer estas líneas en el basurero de internet, por si alguien las encuentra, pisoteadas y con restos de mugre, en algún rincón de la red y encuentra algo de limpieza en ellas.

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