martes, 14 de enero de 2014

CANTERAS DE LOS BÁRBAROS: CÓRDOBA Y GAMONAL


Quien tenga oportunidad de visitar el remodelado Museo Arqueológico de Córdoba se encontrará con todo un yacimiento “in situ” en el sótano del edificio. Se trata del teatro romano de la ciudad, cuya ubicación se desconocía hasta hace unos años y que apareció en terrenos aledaños al antiguo Museo Arqueológico. Los visitantes pueden recorrer mediante pasarelas los restos de las gradas e intuir la desaparecida magnificencia de la orchestra y la escena, cuyos cimientos guardan todavía la plaza Jerónimo Páez y la calle Marqués del Villar.
Entre los restos, ciertamente muy desfigurados por el paso de las civilizaciones, se exhibe un horno de cal algo posterior al propio teatro; ¿qué pinta esta instalación artesanal en medio de las gradas de un teatro romano? Para explicarlo tendremos que narrar una de tantas tristes historias que la incuria humana nos ha servido a lo largo de la historia con necia insistencia.
El declive del Imperio Romano trajo consigo a partir del siglo V el abandono de los espacios de cultura públicos que se habían desarrollado a lo largo de cientos de años. Ágoras o foros, teatros, palestras, elementos heredados por Roma del mundo griego se fueron convirtiendo entonces en amplias plazas devastadas por algo peor que el mal de la piedra: la pérdida de sentido. Pasado un siglo ya nadie recordaba el cometido de aquellos centros de significación, derivando de plazas en vertederos y albañales. La cultura del reciclaje, practicada por los bárbaros parcialmente romanizados, llenó de capiteles las basílicas visigodas y las mezquitas musulmanas. El teatro de Córdoba, como otros tantos en la península, se convirtió en la cantera de los palacetes y casas nobles de la vecindad. El mármol de la cávea desapareció, una vez desmontada por completo la escena. Pero esto no fue todo. La piedra caliza que sostenía las gradas usadas siglos antes por los ciudadanos de Roma alimentó finalmente los hornos de cal para dotar de materia prima los encalados de las casas cordobesas. Convertido en un terraplén, el que otrora fuera noble espacio público terminó sirviendo de cimiento al palacio de los Páez de Castillejo.
Llegados a este punto, el carácter simbólico de estas piedras redescubiertas se impone. Hace dos milenios, los legados griego y romano crearon nuestra idea de espacio público, de lugar de creación de sentido cultural y social. Estos edificios, cargados de poder icónico para los pueblos, son los responsables últimos de nuestra forma de entender la civilización; foros para la política, palestras para la educación, teatros para el arte, circos y anfiteatros para el deporte y el ocio.  Han sido también el modelo para entender los rudimentos del Estado social. Nunca estuvo tan clara la identificación entre espacio físico y espacio intelectual.
La historia nos dice que fueron los pueblos bárbaros (literalmente extranjeros que desconocían la lengua vernácula, ya fuera el griego o después el latín) los que se ocuparon del desmontaje del Imperio. Pero la pérdida de sentido ya se había producido antes de su llegada. Hace milenio y medio, los bárbaros llegaron de afuera, hoy están dentro.
No es posible establecer un paralelismo estricto entre aquel Imperio fundamentalmente esclavista y el actual sistema del capitalismo avanzado, pero algunas claves nos servirán para entender este desmoronamiento generalizado del Estado de Bienestar y otros estados al que asistimos entre perplejos, indignados y desolados. Porque es cierto que hoy no podemos hablar ya de bárbaros, puesto que no existen los extranjeros más allá del limes en un mundo globalizado, pero podemos hablar, en cambio, de excluidos, y aquí, la profunda grieta surgida en el seno mismo del estado social nos da la alarma; es tan veloz, tan descontrolada la grieta de la desigualdad, el deterioro de los derechos fundamentales, la desaparición de los servicios públicos básicos garantizados por el viejo estado del pacto social, que no podemos dejar de acordarnos de ese teatro sometido durante decenas y decenas de años al pillaje descontrolado. Efectivamente, los bárbaros están dentro –en cierto modo Todorov tenía razón-; son los propios políticos, dirigidos por un casta intocable de usureros, son la propia masa despojada de imagen y de sentido –que damos en llamar precariado-, son los periodistas devaluados adictos a la sopa boba, los intelectuales mudos, temerosos de su cátedra, son los corruptos, en fin, que sólo entienden el espacio público como cantera para blanquear sus negros asuntos. Éstos, y no otros, son los nuevos bárbaros.
Un caso de actualidad, entre otros tantos, viene a traernos al presente estas viejas historias de excavaciones y ruinas: las zanjas abiertas en las calles del barrio de Gamonal. Tradicional cantera de obreros en Burgos en el pasado, el barrio sufrió el desencanto y la pérdida de imagen que ha llevado a tanta gente humilde a confiar mediante su pobre voto en opciones políticas nada dispuestas a defender sus derechos. Gamonal ha visto durante los últimos dos años como un alcalde del PP, Javier Lacalle, recortaba sin tregua servicios sociales. Ahora, con la sombra oblicua del empresario Méndez Pozo –presunto corrupto- el alcalde se embarca en un supuesto Bulevar que esconde en el vientre subterráneo un aparcamiento privado, con plazas de garaje para a comprar a un precio de salida de 20.000 euros, inasumible para las humildes gentes de Gamonal. El estallido social se produce tras meses de mutismo insolente por parte del consistorio. Todo un ejemplo de gestión de espacios públicos, como a la hora de compartir los escasos aparcamientos mediante turnos, a la hora de defender mediante el asociacionismo vecinal los intereses del barrio, ha sido violentado por Javier Lacalle, que fue votado con evidente miopía en el barrio. El descontento social no es casual, y nos demuestra lo que tantos intelectuales sostienen: que la desobediencia civil está justificada ante la injusticia.
Gamonal no es un ejemplo aislado, pero sí muy ilustrativo, de los efectos que provoca la obsesión delirante por recortar los espacios públicos –los físicos y los sociales-, efectos rayanos en el absurdo, como los que comenté en una entrada anterior, http://jumilla-amalgama.blogspot.com.es/2013/03/espacio-publico-y-no-lugares.html, en la que se analizaba la reducción del espacio internacional de los aeropuertos hasta una extensión irrisoria a favor de las tiendas duty free.
En estos tiempos de derrumbamiento generalizado, no está de más revisar las lecciones que nos da la historia, como ese triste, desangelado, cruel destino del mayor teatro de Hispania. Es posible que así nos demos cuenta de que nuestras circunstancias no son tan lejanas a las de aquellos ciudadanos romanos que verían, sin duda angustiados, como todo lo que conocían se desvanecía, cómo todo se derrumbaba a la espera de la llegada impetuosa de los bárbaros, porque el bárbaro, no lo olvidemos, se limita a ocupar el espacio vacío.

Y es posible también que nos acordemos de Sigmund Freud, para quien la civilización no es sino la fina capa que nos separa de la barbarie 

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