viernes, 1 de marzo de 2013

DESDE LA DISTANCIA, GOYA NOS OBSERVA


In memoriam Stephane Hessel
La historia es caprichosa, es posible que por eso muchos, por conveniencia, cada día le hagan menos caso. Pero la historia busca sus caminos secretos para transmitirnos sus consejos, unas veces mediante lugares y acontecimientos, otras, en fin a través de personas.  Hace exactamente doscientos años terminó la Guerra de la Independencia española, un 20 de octubre; aquel 1813 se iniciaba, un 5 de enero, con la abolición por las Cortes de Cádiz del Tribunal de la Inquisición (que volvería a renacer legislativamente antes de una nueva derogación en 1820). El año terminaba con la abdicación, el 29 de diciembre, de José I Bonaparte, el testaferro impuesto a España por su hermano Napoleón. Aquel año definitivo (y todos los que le precedieron) fue documentado por el primer reportero gráfico de la historia: Francisco de Goya.
En las paredes del Museo del Prado cuelga como un grito un cuadro fundamental con el título de Los fusilamientos de la Moncloa. Es una obra inaugural de muchos movimientos, desde el Romanticismo al Expresionismo, es la primera pintura al óleo que puede ser considerada un auténtico reportaje de guerra, pero es sobre todo, la más certera y sincera representación de la suerte adversa del pueblo español que un artista o poeta haya sido capaz de crear. Muchas otras obras, desde el Guernica de Picasso a La Libertad guiando al Pueblo, de Delacroix o El Fusilamiento de Maximiliano I, de Manet, se lo deben todo.
El pasado 23 de febrero, el pueblo español se alzó una vez más en una multitudinaria expresión de malestar, no muy diferente a la  que contempló Goya en 1808. Esta vez se ha bautizado “marea ciudadana”, en otras ocasiones se ha hablado de sublevación, levantamiento o insurrección, hoy se eluden esas expresiones por hallarse el país en un régimen democrático, siendo sustituidas por el término “protesta”. Pero como en otras ocasiones, Francisco de Goya, encaramado en su pedestal de la Puerta Norte del Museo del Prado, que le ofrece unas vistas privilegiadas del Paseo del Prado, ha visto pasar niños, jubilados, familias enteras, parados, funcionarios, mineros, bomberos, jóvenes sin futuro, ciudadanos alarmados, enfurecidos, asombrados, estupefactos, juntos bajo pancartas multicolores.
En la distancia, Goya nos observa.
La tarde del 23 de febrero de 1981, Goya vio pasar un autobús repleto de guardias civiles, treinta y dos años después, contempla desde su atalaya los ríos de gentes variopintas que suben por el Paseo del Prado hacia Neptuno. Según fuentes oficiales, 1400 efectivos de policía custodian las calles ante una marea que los medios, a diferencia de otras ocasiones, no se atreven a cuantificar. Se habla de miles de personas; ¿acaso algunos miles, cientos de miles, cientos de cientos de miles?, poco importa.
Como otras veces, Goya nos observa.
El pintor recuerda en estos trances los rostros ocultos de los soldados franceses, de espaldas al público como anónima máquina de muerte, que disparan contra el símbolo del pueblo, un hombre de rostro atezado vestido con una camisa blanca suelta. Las furgonetas azules, llamadas “lecheras” desfilan y aparcan a las espaldas de la estatua de Don Francisco. En la madrugada se escucharán las cargas de las fuerzas del orden.
Como tantas veces, Goya nos observa.
Don Francisco recuerda ahora otra de sus pinturas, ésta vez sin encargo oficial, que muestra a dos mozos en un duelo a garrotazos, hundidos hasta las rodillas en un lodazal del que no pueden –ni quieren- salir. Están doblemente condenados, por su odio y por su inmovilidad irredenta. Premonición de todas las guerras civiles de este país, del encasillamiento cerril, del sustrato reaccionario que nos sigue lastrando.
Piensa Don Francisco en el interior de su alma de bronce que hay demasiadas coincidencias, que todo vuelve y retorna, los soldados y los policías, el pueblo inculto, los represaliados por el poder invisible. Piensa Don Francisco desde su atalaya del Prado que seguimos presos del lodazal y que el duelo eterno de las dos Españas vive su enésima edición.
Desde la distancia, como tantas otras veces, Goya nos observa.

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