viernes, 28 de septiembre de 2012

EL FINAL DEL ENTUSIASMO

En recuerdo del fallecimiento de Santiago Carrillo.
Jean-François Lyotard, el teórico de la postmodernidad, analizaba en 1986 la idea kantiana del “entusiasmo” aplicada a lo histórico-político. Partiendo de que una proposición crítica es análoga a una proposición política sólo en el caso de que ésta no sea doctrinal, Lyotard pasa a analizar las ideas histórico-políticas de Kant en cuanto a los cambios en el devenir humano. Kant busca no ya los datos intuitivos sino los propios hechos que indiquen que “la humanidad es la causa (Ursache) y la autora (Urheber) de su progreso". Estos hechos se encuentran en la esfera del acontecimiento (Begebenheit), cercano al famoso “Ereignis”, de Heidegger, a un darse, al “hecho de darse". La aparición, un tanto misteriosa, de este acontecer en Kant será explicada por Lyotard sobre posteriores escritos kantianos que tienen como base el hecho histórico de la Revolución Francesa, ejemplo claro de eclosión del Begebenheit en forma de “entusiasmo”, que valida la proposición de que “la humanidad progresa continuamente hacia un estado mejor". Kant coloca el entusiasmo bajo la categoría de lo sublime, lo que está más allá de los límites de la razón, pero no en el sentido del sentimiento de lo sublime estético aplicado a los objetos, sino considerando sublime ese mismo sentimiento. El entusiasmo entra directamente en las categorías estéticas, coloca las manifestaciones políticas sin forma u orden establecido, en tanto sublimes, dentro de los juicios estéticos. Como en Kant la belleza y el bien están relacionados, aquí es el progreso  y la autonomía de los pueblos el bien buscado, que justifica la preponderancia de estos “afectos fuertes”, desordenados, que Kant no considera en sí mismos base segura de un orden político. Dicho de otra forma, el entusiasmo garantiza el fermento emocional y estético para que el hecho político cristalice en el bien del pueblo. Lyotard es pesimista respecto a la posteridad de la idea del entusiasmo, considera que el último momento en que éste sentimiento se dio en Occidente fue el Mayo del 68. La idea que hoy tenemos de la política, considera Lyotard, está muy alejada de la que tenía Kant, y se inscribe más bien en la esfera de la dominación. Por otra parte, la forma occidental y actual de acercarse al hecho político por parte del pueblo es más bien la del desencanto, la apatía y la tristeza, cuando no, como en los aconteciemientos del reciente 25-S en Madrid, la total desafección. Lyotard no concebía en 1986 como momento de entusiasmo la transición española, y es posible que siguiera sin hacerlo con posterioridad, pero en nuestro país se pueden considerar estos años posteriores a la muerte de Franco como uno de los pocos momentos de verdadero Begebenheit de la historia contemporánea española. Durante esos años de entusiasmo se vio la posibilidad de un pueblo dueño de su destino, a pesar de que el resultado fuera finalmente un edificio con cimientos ruinosos; durante esos años también, una generación completa vivió y fue educada en ese espíritu. La devaluación política ha sido rápida, máxime teniendo en cuenta la apatía generalizada de los ocupantes de la generación anterior, educados en una dictadura; teniendo en cuenta también la rigidez de la estructura política, que llevó a García Trevijano a la definición, en tiempos en que nadie esperaba la degeneración actual, de “partidocracia” . No hay otra vía ante la amenaza más que evidente de la aniquilación social y política de este país que dar un paso atrás postmoderno y plantear una revisión de nuestras bases constitucionales, pero desde el punto de vista de aquel entusiasmo medular que vivieron en su infancia y juventud los que hoy cuentan hoy entre 40 y 50 años. Ese ambiente, ese Zeitgeist,  es la guía que se debe seguir; el otro camino conduce, entre el populismo y el nihilismo fascista, a nuestra destrucción.

domingo, 2 de septiembre de 2012

CASA TOMADA



Uno de los milagros de la literatura y el arte, respecto a las ciencias o las pseudociencias, como la economía, es que los cuentos o las obras pictóricas, los grabados o los poemas, suelen tener una segunda vida, que puede estar alejada siglos enteros de su primera publicación. Es común que esa segunda vida se vea infiltrada por intertextos posteriores, a veces muy alejados del ámbito artístico. Quizá uno de los métodos de creación que más permeables se han mostrado a estos cruces de discursos,  de formas excéntricas de interpretar la realidad, sea el surrealista. Con el apelativo surrealismo no aludo solamente a los autores englobados en el grupo liderado por Bretón, sino a otros autores inclasificables que por su propio afán de independencia no quisieron limitarse dentro de los estrechos límites que siempre impone un movimiento organizado. Henri Michaux es uno de esos surrealistas más allá del movimiento, además de un artista integral, poeta, novelista, ensayista y pintor. Y precisamente algunas de sus obras, nos tientan hoy, pasado el tiempo, a la reflexión madura. En una obrita de 1930, Un tal Plume, Michaux crea un personaje entre chivo expiatorio y Charlot despreocupado que a  la postre es un crítica al naciente ciudadano alienado que hoy puebla el mundo. Plume se ve desbordado continuamente por acontecimientos que no comprende, que en esencial el lector interpreta como absurdos, pero el “héroe” de Michaux tampoco se alarma en exceso, más bien, como en el capítulo Un hombre apacible, Plume se limita a dormitar mientras todo se desploma a su alrededor. En Plume en el restaurante, nuestro personaje pide en una taberna una chuleta,  un plato que no está en el menú; tras servirlo, el chef se coloca a su lado en actitud amenazante; al instante, es el dueño del local el que le aborda. Plume se deshace en excusas cada vez más enrevesadas, cuando, de repente, se da cuenta de que alguien uniformado se halla frente a él. Finalmente, se le da la posibilidad de hacer una llamada y es detenido. Lo más curioso es que los personajes acusadores no llegan a referirse a esa chuleta que no está en el menú y sin embargo le han servido, y por la que Plume se autoacusa y se deja detener sin oponer resistencia. Otros capítulos no menos absurdos irán añadiendo facetas a este Plume carente de suerte.
Otro surrealista no catalogado, Julio Cortázar, publicará medio siglo después una especie de homenaje a Michaux con el título de su obra Un tal Lucas; pero es quizá su primer cuento, publicado en 1951, Casa tomada, lo más cercano al tono del polígrafo francés. El cuento de Cortázar se desarrolla con esa misma cadencia implacable de lo que no tiene remedio. Un par de hermanos que han vivido siempre en la misma casa y no tienen nada más, abandonan sin explicación una a una las habitaciones de la vivienda hasta que cierran la puerta de entrada y tiran la llave. No se nos explica qué hay dentro que los obliga a salir, pero ellos lo tienen asumido. Michaux escribe en la época del nacimiento de los fascismos, mientras que es asumido que el cuento de Cortázar es una crítica a la actitud invasiva del peronismo. Ambas obras cobran un nuevo brillo en estos tiempos de pérdida, donde nuestros derechos, levantados, como la casa familiar, durante generaciones, son extirpados con implacable sigilo, donde decisiones absurdas convertidas en amenazas de los poderosos son asumidas por el ciudadano entre excusas y sospechas de culpa. Hoy, no es metáfora, somos literalmente expulsados de nuestra casa, de nuestra democracia, del ámbito de la razón contra toda lógica, y, resignados, tiramos la llave por la alcantarilla.