miércoles, 21 de marzo de 2012

LA BANALIDAD



Podemos visionar ya en España “Fausto”, la última entrega que el cineasta ruso Aleksandr Sokúrov ha dedicado al mal. Como muy bien apunta Jesús Palacios en El Cultural (2 de marzo de 2012), el ciclo de Sokurov reflexiona en concreto sobre la banalidad del mal, de la búsqueda, por parte de seres humanos mentalmente pequeños e infelices, del poder absoluto cueste lo que cueste. Por eso Sokúrov, en anteriores filmes, narra las miserias de tres arquetipos de la vulgaridad del mal: Hitler, Lenin e Hirohito. La idea de la banalidad del mal proviene de Anna Harendt, que la acuñó en referencia a Adolf Eichmann, el verdugo de Auschwitz. En los textos que Harendt escribe tras el juicio del dirigente nazi, la precoz alumna de Heidegger retrata a aquellas personas que, sin tener especial predilección por el daño ajeno, llegan a eliminar a cientos, miles de personas dentro de la pura inercia del poder, de la ascensión en la escala del poder. Es cierto que el holocausto judío llegó a convertirse en un enorme tinglado burocrático donde los muertos eran números dentro de papeles. Lo inadmisible, lo que no entra en el entendimiento humanista, es que los mismos encargados directos del genocidio, aquellos que trataron directamente a las víctimas, estaban inmersos en esa entelequia fatal. Es cierto también que de la vulgaridad de la burocracia es imposible salir, a cualquier nivel.

El diablo del presente nos hace ignorar que los procesos que llevan a los individuos a la banalidad del mal funcionan hoy en día en múltiples registros, y no sólo en los escenarios donde chacales patéticos como Mubarak, Bachar el Asad o Gadafi, han sacrificado y sacrifican miles de vidas inocentes por la pura inercia del poder. No, la vulgaridad, la estúpida huida de los mediocres hacia la degradación, está presente día a día entre nosotros, sin ir más lejos, en la cada vez más insultante idea de que todo es susceptible de ser sacrificado en el altar de la rentabilidad económica. Se engañan los que tildan de neoliberalismo esta tendencia reductora, inapelable, inaplazable y dictatorial. Si el neoliberalismo es el descendiente del liberalismo económico de hace dos siglos, invito a escuchar, citadas por Josep Ramoneda (El País, edición de Cataluña, 27-2-12) las palabras de John Stuart Mill: “La idea de una sociedad sostenida sólo por las relaciones y sentimientos surgidos del interés económico es básicamente repulsiva”; o de Adam Smith, quien dijo que la admiración acrítica de la riqueza es “la causa más grande y más universal de corrupción de nuestros sentimientos morales”. Invito a leerlas en voz alta delante de cualquier reunión sin revelar que los autores de estas frases son los dos pilares clásicos del liberalismo económico. Esos pilares, esos autores, son los que, irónicamente, hoy reclaman como padres gentes vulgares, incultas, que han renunciado a cualquier objetivo medianamente racional o sensato en aras de la consecución desordenada de riqueza rápida y fácil. Gentes banales, míseras, que desde anónimas corporaciones, puestos de poder conseguidos con patéticas argucias, envían sin contemplaciones a la miseria a tantos millones de personas.

jueves, 8 de marzo de 2012

LA PERCEPCIÓN DEVALUADA


Son muchas las metáforas que se han usado para intentar definir una sociedad tan poliédrica como la nuestra. Pocas, sin embargo, logran definir con precisión un marco en el que quepan estas múltiples facetas. Zygmunt Bauman parece haberlo conseguido en gran parte con su noción de “modernidad líquida”. La liquidez alude al carácter fluctuante de nuestra sociedad, su transitoriedad y a la vez su uniformidad, ejemplificadas en la movilidad laboral, la fluidez de los mercados, la relajación de las estructuras sociales y políticas o la desregulación legislativa. Bauman se dirige a aquellos formados en el espíritu de la Ilustración, sumidos hoy en un horizonte anónimo y limitado donde impera el “tiempo cero”, cuya imagen más cercana a nuestra experiencia puede ser una balsa de aceite caliente. El paso del tiempo queda reducido a una sucesión de pequeños instantes sin trascendencia, por lo que Bauman llama a ese modelo “puntillista”. Jordi Llovet, en su esclarecedor libro “Adiós a la Universidad”, cita a Bauman, pero también a Thomas Hylland Eriksen, para explicar la desaparición de la eternidad, o del futuro como esperanza e incluso como simple horizonte, una desactivación provocada por ese “tiempo cero” que logra engullir la propia eternidad, de modo que ésta “ya no es un valor y un objeto de deseo”. Es cierto que la “tiranía del momento” ha desplazado a la “tiranía de la eternidad”, pero se ha llevado por delante definitivamente, ya los postmodernos avisaron de ello, toda idea efectiva de progreso, todo saber inmanente o científico. El carácter tecno-científico de nuestra sociedad todavía mantiene esa idea siempre y cuando sirva a los intereses macroeconómicos. En el momento en que la ciencia se escapa de estos intereses sus hallazgos son ignorados o calificados como catastrofistas. De este efecto perverso hablaremos en otra ocasión, porque hoy nos ocupa sólo una faceta de esta poliédrica modernidad líquida. Hemos cambiado el horizonte por la fluidez circundante, y a mi juicio este entorno ha afectado radicalmente a nuestra percepción de la realidad. Como cualquiera que se haya formado en la tradición fenomenológica, estoy convencido de la importancia de la percepción como ventana de la conciencia, y me preocupa lo abandonada que está a estrechos modelos biológicos o caducas teorías psicologistas. No somos conscientes de nuestra propia percepción, nunca lo hemos sido. Recuerdo la frase de Husserl: “La mayoría de los hombres pasan por la vida como medio dormidos”. Pero hoy, bañados en esta caldo oleoso que describe Bauman, en esta selva donde el límite queda establecido, limitado, por el cañamazo del beneficio en la actividad macroeconómica, la devaluación de la percepción es mayor. No alcanzamos a percibir otra realidad que el entorno simplista de una existencia inmediata, mediocre, simplista, tremendamente estrecha, temporalmente reducida al instante contiguo, al momento siguiente. La percepción devaluada, a mi entender, es la consecuencia inevitable de la modernidad líquida y su principal sustento, porque contribuye a la ausencia de cambios, y si los hay, resultan imperceptibles y mueren en sí mismos. Abundaremos sobre esta idea en próximos artículos.