martes, 21 de febrero de 2012

¡QUE INVENTEN ELLOS!



Una frase aparentemente despectiva y africanista le costó a Miguel de Unamuno una enemistad duradera con José Ortega y Gasset. La afirmación “¡Que inventen ellos” no fue, sin embargo, una afrenta al europeísmo que hizo famoso el pensamiento de Ortega. En realidad, en el contexto en que se escribe por primera vez se refleja una profunda desilusión hacia la idea de España que Unamuno defendía, que es más cercana al regeneracionismo de Joaquín Costa que a la defensa de una celtibérica españolidad de Ángel Ganivet. Unamuno vino a decir que, puesto que como con los españoles no hay manera, nos resignaremos a que inventen los europeos. Tanto Ortega como Unamuno parten de un “a priori” que nadie desmiente en su momento: que Europa es igual a ciencia en contraste con el atraso secular de España. No cabe duda de que a principios del siglo XX había pruebas suficientes para mantener esta convicción con seguridad. El historiador Josep Fontana nos da clave fundamental cuando sostiene que “una de las desgracias históricas de este país ha sido no tener Ilustración”. Parafraseando a Fontana, mientras Diderot publicaba en Francia la “Enciclopédie” aquí la Inquisición andaba quemando herejes. A cada intento de renovación racional o científica en España ha sucedido un periodo de oscuridad, una costumbre que no terminamos de abandonar.

En la cima del llamado tradicionalmente Cerro del Viento en Madrid se ubica un espacio de poder esencial de la investigación española. Se trata de la sede central del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas). Amplias plazas delimitadas por severos edificios muestran cada varios metros largos carteles verticales con los nombres de los muchos proyectos de investigación que allí se desarrollan. Bajando hacia La Castellana, a un costado, se erige un espacio emblemático de la historia del saber en España, la Residencia de Estudiantes. Su aspecto es muy distinto al de los extensos y marciales pabellones del CSIC. Ambos, sin embargo, son espacios que invitan a una reflexión insoslayable, muy cercana a las preocupaciones regeneracionistas de Ortega o de Costa. Hemos conocido recientemente que el actual gobierno de España va a recortar 600 millones de euros en investigación y ciencia. El propio CSIC, el alma de la investigación en nuestro país, verá recortado su presupuesto en 100 millones. De los 128 centros del CSIC repartidos por la geografía nacional, está previsto que cerca de treinta cierren en el próximo lustro. La inversión española en I+D es del 1’38 por ciento del PIB, lejos de la media europea, que se sitúa en el 1’9 por ciento. Según Federico Gutiérrez-Solana, presidente de la CRUE, se calcula que ninguna nación es competitiva destinando menos del 1’7 por ciento de su PIB a I+D. Aún así, se harán serios recortes. La reducción presupuestaria en sí, injustificada, perniciosa y estúpida, no es en todo caso lo más preocupante. Lo peor es constatar el poco caso que los gobernantes de este país, después de siglos de modernidad en Occidente, le hacen a la ciencia y al saber, constatar que ya nos han diseñado un futuro de más turismo de playa, cemento, servicios baratos para países más ricos que el nuestro, emigración, empleo precario y de baja cualificación. Durante unos años nos creímos que la frase de Unamuno era un tópico, una exageración noventayochista. Pero no, la amargura del rector salmantino es ahora más evidente si cabe. ¡Que inventen ellos!, porque aquí en España no hay manera, nos hemos propuesto acabar con los investigadores, con los científicos, y encima tenemos estómago para colocarle al Ministerio de Economía la falsa y fea coletilla: competitividad.

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