domingo, 12 de febrero de 2012

LA TIERRA SE ABRE




Los cataclismos naturales parecen haberse puesto de acuerdo con la acción del hombre en una de esas extrañas coincidencias que muestra la historia en más ocasiones de las que en principio podemos prever. Es como si algún mecanismo desconocido se pusiera a rodar en la naturaleza cada vez que nosotros, en nuestro empeño genético de despedazarnos mutuamente, decidiéramos destruir lo que ella misma produjo con anterioridad. La relación se nos hace evidente en cuanto observamos las consecuencias funestas de los cambios climáticos que la contaminación está produciendo, sin embargo, cuando terremotos y volcanes acompañan a las guerras y las hambrunas en su tarea de borrar de la faz de la tierra no sólo al hombre si no también al medio que lo vio crecer, empezamos a sentirnos especialmente incómodos. Recientemente, los científicos, que se han convertido en los jueces de la realidad, del poco espacio de realidad que nos es permitido ya explorar, han empezado a sospechar una relación de causa efecto entre ciertos fenómenos sísmicos y modificaciones en la presión atmosférica producidas en la zona del terremoto. Si esto se hubiera dicho hace unos veinte años, los señores encargados de hacer pública la investigación hubieran sido tachados de locos. Hoy los escuchamos con atención. Y es que, definitivamente, este mundo, que parece haberse contagiado de la demencia humana, no puede ya ser analizado sino desde el mismo estado de demencia. Por eso no creo que los lectores se escandalicen demasiado si les digo que parece más que pura coincidencia que los algunos de los últimos terremotos se hayan producido, precisamente, en zonas que están siendo devastadas o sometidas a una presión excesiva por parte del hombre, de ciertos hombres, como son los países del área de influencia islámica. Recordamos Pakistán o Turquía, pero después fue Japón, y luego Lorca.

La proximidad de estos últimos desastres nos hace más sensibles a ellos, y nos recuerda que, a pesar de los muros cada día más altos que se empeñan en alzar los integrismos de los dos lados, el nuestro y el de ellos, todos somos hijos de un mismo Dios, o de un mismo Diablo, pobre o rico, pero en todo caso, del mismo. No es suficiente explicar los muertos que se suman cada día a raíz de estos desastres por vía del determinismo geográfico (ya saben, en las zonas de climas difíciles se acumula la pobreza), porque da la casualidad de que no es el desierto lo que une estos puntos distantes, sino la religión y el universo político.


La naturaleza parece estar culminando un proceso de derribo que comenzó con el colonialismo y tomó la cara, en la última mitad de siglo, de un capitalismo deficitario de energía. En un libro lleno de emoción y nostalgia, Los Árabes y las Marismas, Wilfred Thesiger narra el modo de vida, ya desaparecido, de los habitantes de las marismas del Tigris y Éufrates en el sur de Irán, una maravilla natural de quince mil kilómetros de extensión que fue desecada poco después de que el autor lo escribiera en 1964; de hecho, Thesiger no pudo reprimir un triste tono elegiaco al saber que los intereses de las grandes compañías petroleras barrerían de un plumazo ese Edén que había permanecido inalterado durante milenios. La naturaleza se empeña hoy en imitar al hombre, la mayor anomalía, mientras los primeros y más virulentos terroristas llaman terroristas a los hijos de sus víctimas. El mundo islámico no está produciendo suicidas, porque aquellos que se inmolan ya estaban muertos hace décadas; estamos claramente asistiendo a la decadencia de una civilización sofisticada que donó el saber griego a Occidente, sin la cual todavía estaríamos perdidos en la tiniebla. La cultura musulmana no se disolverá por medio del mestizaje, sino por medio de la histeria y la incomprensión y será ese uno de los lastres que acabe también con Occidente. Las recientes revoluciones en el norte de África abren un punto de esperanza efímera que al otro lado del mediterráneo estamos obligados a respetar y apoyar.

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