lunes, 13 de febrero de 2012

LA CEREMONIA DEL “POTLATCH”



El ritual, denominado “potlatch” en la lengua original, se llevaba a cabo en varias tribus amerindias de la costa del Pacífico Norte hasta que fue prohibido por las autoridades estatales de Canadá y USA. Un miembro importante de la tribu convocaba a sus congéneres a un gran festín durante el que regalaba y repartía sus posesiones. Cuanto mayor era su necesidad de afirmarse, mayor desprendimiento y munificencia practicaba. Si su intención era llegar a ser jefe de la tribu, dejaba todas sus posesiones en manos ajenas. De igual forma, aquél que había sido pasto de la vergüenza pública por alguna actuación deshonrosa regalaba sus bienes para rehabilitarse ante sus iguales. A lo largo de los años, los que una vez fueron invitados a un “potlatch” organizaban a su vez el mismo ritual, de forma que aquél que regalara en su día sus posesiones las recuperaba pasado un tiempo. Los lazos de unión en la comunidad se veían así reforzados en este círculo cerrado de regalos espléndidos. Más de un jefe indio vivió en la absoluta carencia mientras gobernaba a su pueblo. Hasta aquí la información de los antropólogos.
Imaginemos por un momento una trasposición a nuestra sociedad de semejante fórmula. En principio, nos parece del todo descabellada, sin embargo, Juan Antonio Ramírez califica, en “El arte en la época del Capitalismo triunfante”, de “potlatch suave” la costumbre de los grandes coleccionistas privados de donar sus valiosas posesiones al erario público con objeto de que sean disfrutadas por los ciudadanos. La costumbre de invitar a un número desmedido de amigos y familiares a actos sociales de relevancia tales como bautizos, comuniones, bodas y, en los países anglosajones, funerales parece tener cierta lejana reminiscencia con el ritual que nos concierne, sobre todo si ocurre como en la película de Ken Loach, “Lloviendo piedras”, donde una familia contrae una deuda irresoluble para poder organizar un banquete de primera comunión. Aunque puedan parecer similares, nada tienen que ver estos dos tipos de ritual, puesto que ningún occidental convocaría jamás a sus semejantes para repartirles la casa, los muebles y el importe de las cuentas bancarias. Otra cuestión es que deseemos que nuestros políticos pongan en manos del estado sus posesiones particulares a la hora de asumir un cargo, como hacían los jefes indios. El problema es que estos líderes lo hacían para demostrar su dignidad para el cargo y nosotros pensamos en semejante medida tras comprobar la indignidad de no pocos que lo han ocupado.
Contra todo pronóstico, sí hay un pequeño “potlatch” en nuestra sociedad, por más que nos extrañe. Lo llamamos impuestos. Con la contribución al sostenimiento del estado, de la comunidad, del municipio, el ciudadano asume su condición y demuestra su dignidad contribuyendo con parte de su patrimonio. Aquél que, haciéndose pasar por ciudadano, no quiere contribuir, es tratado como un paria o como un impostor, y de alguna manera es apartado de la comunidad. Pagar los impuestos en una sociedad sana con valores democráticos recios equivale a alcanzar la excelencia como ciudadano, y, por consiguiente, poder disfrutar del “potlatch” que otros ciudadanos nos ofrecen gentilmente. Al menos, así sería en la Arcadia feliz de la democracia real. No así en una sociedad depauperada socialmente, donde pagar impuestos se considera una carga insidiosa, una imposición onerosa y ofensiva de un estado del que nadie quiere saber nada si no es para el beneficio ventajoso y en no pocas ocasiones ilícito. La decadencia de nuestros valores se mide en el rechazo a los impuestos. Más de un veinte por ciento de economía sumergida así lo avala. La contribución a las arcas públicas se suele ver como algo indeseable tomando como excusa la mala gestión de los dirigentes, es más, el contribuyente remiso suele dirigir la vista a aquellos que nada tienen y apenas pueden alcanzar la condición de ciudadano, aunque perciban unas pocas migajas, para justificar su negativa. Pagar impuestos religiosamente puede llegar a causar el descrédito del ciudadano entre ciertos círculos. Ésta es la sociedad democrática en la que vivimos. Tras la prohibición del “potlatch”, las tribus que lo practicaban cayeron en una decadencia imparable; a nosotros no nos hará falta que nos lo nieguen: la decadencia ya está aquí.

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