sábado, 18 de febrero de 2012

GADAFI Y LA OBSCENIDAD



Más fieles que los afectos, más que los amigos o las promesas, las imágenes nos acompañan hasta la muerte. Se fijan en nuestra mente y aguantan hasta el último suspiro. Para ciertas personas, esta verdad incómoda se convierte en una garantía de leyenda, de transcendencia del olvido, una peculiar manera de ser inmortal. Esa fama es deseada por la mayoría en la sociedad del espectáculo; la proliferación infinita de la fotografía en las redes sociales es consecuencia de ello. Preferimos dejar imágenes a dejar hechos, preferimos que nos recuerden por nuestro rostro más que por nuestras palabras. Pero el rostro es una abstracción, como demostrara el fotógrafo Thomas Ruff. Al igual que cuando pronunciamos repetidamente una palabra llega a perder su significado, así ocurre con la imagen del cuerpo, que llega a convertirse en un dato puro sin nada detrás, sin secreto o seducción. A eso llamamos obscenidad.
El concepto de lo obsceno, al igual que el de simulacro, han sido ampliamente estudiado por Jean Baudrillard y sus seguidores, en un análisis radical de la cultura del espectáculo que hunde sus raíces en los presocráticos, en Heidegger y en el estructuralismo francés. Partimos de la base de que todo acto tiene su lado oculto, que toda acción social responde a una dualidad o diálogo entre verdad revelada –aletheia- y signo oculto. El simulacro se define como algo falso que se apodera de toda la energía de lo verdadero y llega a ocultarlo; su concepto contrario, lo obsceno, define la realización total de lo real, algo ofrecido directamente a la vista, sin distancia alguna, sin un juego oculto que lo complemente. Con lo obsceno nos precipitamos, según Baudrillard, en “el devenir real, absolutamente real” de algo. Con frecuencia, sin embargo, las categorías comienzan a cruzarse y contaminarse en un mundo, el nuestro, donde nadie puede ya discernir entre la escena virtual y la escena real, porque todo es espectáculo mediático. Las imágenes se repiten constantemente, y algo que a priori sería un simulacro deviene con facilidad en una suerte de reflejo de lo obsceno. Entonces sobreviene la pérdida de sentido.
No nos cabe duda de que el coronel Muamar el Gadafi no quiso para sí mismo la muerte que celosamente ha cosechado, pero es seguro que alguna vez la soñó, en la confusa pesadilla premonitoria de todo dictador. Lo que posiblemente no llegó a concebir es la brutal instrumentalización que la imagen de su muerte indigna iba a sufrir. Es posible que la repetición hasta la saciedad, la cercanía alienante de la imagen de su agonía, sea la peor venganza que sus enemigos pudieran perpetrar, más que la propia ignominia de su muerte. Un rostro ensangrentado, una mano que toca la sangre, una masa informe de músculos que gesticula, donde alguien quiere ver un rostro, es todo lo que ha quedado de Gadafi para la historia. El sátrapa libio ha perdido con su muerte su propia entidad como persona, ha sido reducido a un dato puro, sin sentido, sin significado, ha sido tragado por la obscenidad de su imagen representada obsesivamente en los medios. ¿Acaso cabe mayor venganza? Esta escena contrasta con el respeto que un realizador tuvo ante el accidente mortal de Marco Simoncelli en Malasia, cuyas imágenes no fueron emitidas hasta que, horas después, el torrente obsesivo de los medios las capturó. Pero contrasta todavía más con la falta de todo documento en el cerco y muerte, hace unos meses, de Osama Bin Laden (La Amalgama-Bin Laden y los Escenarios) en Afganistán, ejemplo claro de simulacro orquestado. La distancia enorme entre ambas muertes me produce un hondo desasosiego, porque a la postre, en un mundo donde no hay comunicación sino contaminación, ambas muertes pueden ser en realidad simulacros, o ambas ejemplos de lo obsceno, una de ellas por omisión completa, o las dos cosas a la vez. En pactada contrapartida, el coronel Gadafi, dictador abominable, ha sido enterrado en secreto en pleno desierto. Descanse en paz.

1 comentario: